“Dador feliz”
La pasión del Maestro Pifano era la docencia y a ella dedicó
toda su vida universitaria. Una enseñanza vívida y sustentada
en la praxis con los pacientes ¡Cómo debe ser! Es difícil
pensar que existiera otro Maestro que movilizara los sentimientos más
excelsos en sus alumnos: siempre tuvo una profunda confianza y fe en la juventud,
por eso hizo de él aquel dicho que reza que un Maestro influye hasta
la eternidad y nunca se sabe hasta dónde llega su influencia. ¡Cómo
no serlo! Pifano fue un “dador feliz”, ese personaje definido
por la Biblia como el que dá y mucho dá, sin ser procurado y
sin esperar nada a cambio. En su labor pedagógica, siempre anduvo a
la husma de la frase decidora y reveladora, y como llanero al fin, gustaba
echar mano del dicho criollo para ilustrar didácticamente sus puntos
de vista, “Pa’ lapa madrugadora, perro que duerme en la cueva”,
era una de sus favoritas, valdría decir, que el médico al conocer
la enfermedad tenía que mañanear, vigilar y adelantarse a sus
designios y triquiñuelas. “Cochino no come jobo porque no mira
p’arriba”, tal vez para significar que los frutos del conocimiento
no están al alcance de los espíritus pusilánimes. Además,
su curiosidad científica le hizo comprender el proceder del animal
del refrán, cuya anquilosada, fundida columna cervical le impide elevar
la cabeza. El conocimiento de este hecho de anatomía comparada mencionada
al margen y en letra chiquita en el Texto de Anatomía de Testut, le
valió comentarios elogiosos del gran Razetti durante un examen de anatomía
normal.
Se
ocupaba Pifano del buen decir y de la ortografía de sus alumnos, y así,
les hacía escribir una especie de trabalenguas “Le dije que me
trajera el dije”, para mostrarles que el médico debía saber
hablar y bien escribir. Entendía que saber de medicina no significaba
ser médico y así se lo dijo a un discípulo, “La verdad
es que tu sabes mucho de medicina, ojalá alguna vez aprendas a ser un
buen médico”.
Podría uno imaginar que tras aquella egregia figura de profesor y eminente científico, se escondía un hombre uraño y malhumorado ¡Nada que ver! En el Maestro no todo era rigor. Me gustaba jurungarle la lengua sabedor de que era un gran conversador, tenía un gran sentido del humor y podría distraerle del dolor ardientoso que de contínuo le atenazaba cual corsé apretado su cintura y piernas. Cuando tenía éxito, que era siempre, una sonrisa algo torcida y maliciosa afloraba a su cara al tiempo que sus mejillas se enrojecían, sus ojos miraban en otra dirección y un gesto de predicador volaba a su mano en movimiento... Me decía entonces, ¡Oígame maestro, mire lo que le voy a contar! Esta anécdota es verídica y acaeció en un pueblo interiorano donde hacía mucho calor. Allí vivía una pareja rodeada del afecto de muchos hijos. Ella, toda una matrona, una mujer alabastrina, hacendosa y comprensiva. Él, un caballero muy considerado y siempre de punta en blanco, trabajaba en la jefatura civil. Se levantaba tempranito y colaba el café a la usanza y luego, como dormían en piezas separadas, tocaba a la puerta de su consorte y le llevaba humeante, la aromante infusión. Después se arreglaba y antes de dirigirse a su trabajo se iba a la plaza a conversar. Allí, en su tránsito hacia el colegio, llegaban sus hijos a pedirle la bendición. Una mañana de junio luego de que aquella sorbiera su café, él diligente, fogoso y buscón, la preguntó si le permitía “tener intimidad”. A lo que ella contestó: “¡Ayy mi amor! ¿En esta mañana tan tórrida de julio?”. A lo que él, siempre tan caballeroso y tan comprensivo le respondió: “¡No importa mi amor, entonces lo dejamos para diciembre...!.“