Ciencia y Humanismo
El progreso incesante del conocimiento científico y los logros tecnológicos de gran impacto han llevado a una convicción, cada vez mayor, sobre el poder ilimitado de la ciencia y la tecnología.
Los requerimientos internos de la producción científica, su nivel de exigencia en conocimientos especializados, instrumental técnico y habilidades investigativas, refuerzan la creación de grupos cerrados, altamente especializados, cuya razón de ser comienza y finaliza en nuevos resultados científicos.
La ciencia misma, como lo ha dicho el médico A.J. Dunning, “se ha convertido en una fortaleza cerrada” (Dunning: 1988).
Pero, ¿qué relación guarda la investigación científica con la sociedad, con el orden establecido, con intereses creados por grupos de presión? ¿No compete al investigador interrogarse sobre la utilización de sus resultados, sobre la búsqueda de una vida humana más justa? ¿No debe traspasar los límites de sus propios supuestos teóricos y sus descubrimientos? La respuesta, por supuesto, está en cada individuo que debe responder frente a su conciencia.
Algunos investigadores han señalado desde hace algún tiempo que después de la primera bomba atómica y de la aplicación de la ciencia a perfeccionar la guerra, se han sacudido las certezas sobre la contribución positiva de la ciencia en un mundo mejor.
El científico debe elegir entre intereses contrapuestos y, a menudo, entre los centros de poder y las conveniencias sociales del conocimiento. La historia de la ciencia cuenta con numerosos ejemplos de escogencia excepcional, pero la sociedad actual hace más apremiante la selección entre opciones divergentes. Quizás menos espectaculares que la muerte en la hoguera de Giordano Bruno, o la ejecución de Lavoisier, pero no menos importantes y vigentes.
Un antropólogo de mi país publicó recientemente un breve artículo titulado “La ciencia es un producto cultural sometido al juego del poder”. En este artículo, Guillermo Páramo recuenta la época en la cual “con el concurso de la ciencia y a título de representar a los más aptos, a los que merecían sobrevivir”, se emprendió una gigantesca eliminación de población disidente o culturalmente diferente. Y nos advierte que es prudente asumir una actitud menos confiada ante la ciencia, pues ésta es una institución social, un producto cultural sometido al juego del poder y a mitos utópicos-políticos como el de la cultura superior y el progreso necesario. Estos mitos pueden llevar a pretender decidir dónde puede desarrollarse la ciencia y la tecnología, a quién se debe apoyar y a quién condenar al ostracismo.
Así como pretendemos desechar como condenadas a desaparecer a sociedades pequeñas con historias milenarias, otros pretenden ser depositarios del poder de decidir sobre el futuro de la investigación científica en países como el mío. Para no revivir los mitos políticos que con apoyo científico alimentaron la época de la cual nos habla Páramo, es preciso resaltar la incertidumbre como principio de la ciencia y pedir respeto a nuestras sociedades. Es preciso el apoyo para consolidar la investigación y para que no se nos coloque como “culturas que la ciencia y la técnica consideran por fuera de la ciencia y la tecnología” (Páramo: 1990).
La investigación científica no puede “levantar centrales nucleares, igual que las catedrales francesas en la Edad Media”, dice Dunning. La investigación científica puede optar por un código humanista que recuerde permanentemente la relación entre saber y conciencia, como dice Bronowski, y reitere la relación entre producción de resultados y bienestar de sectores amplios de la sociedad. Una ética humanista podría seguir al menos dos grandes principios: reconocer las propias limitaciones y respetar los valores ajenos.
En el primer punto, es importante un espíritu abierto, dispuesto a derribar las antiguas certidumbres y a aceptar explicaciones nuevas; precavido frente a las tendencias de omnipotencia en la ciencia y los efectos sobre la sociedad humana de la aplicación del conocimiento científico.
En el segundo, los investigadores científicos podemos contribuir a consolidar un espíritu de tolerancia que respete la diversidad de valores y creencias como aporte hacia las sociedades más igualitarias y justas. El triunfo avasallador de la cultura denominada de manera demasiado general como occidental, no puede llevarnos a prácticas excluyentes y discriminatorias. Hoy más que nunca podemos ser sensibles a la riqueza de la diversidad cultural del hombre, presente también en las aldeas humildes de los países en desarrollo, y a lograr para ellos que la ciencia se pueda traducir en bienestar.